El debate que el Congreso de la Nación está
atravesando en estas horas en torno a una ley de legalización
del aborto coloca a todos los dirigentes políticos y
sociales en situación de asumir su condición con la mayor de las
responsabilidades. Si bien desde alguna postura argumentativa se
habla del aborto como una decisión circunscrita a lo personal y
reservada al campo de los derechos individuales, resulta evidente que
la sensibilidad que despierta la temática en toda la sociedad y la
pasión que se ha puesto en cada uno de los argumentos nos indican
que estamos frente a una decisión profundamente política;
es decir, no individual, sino esencialmente comunitaria y que sin
dudas nos configuraría como sociedad de una u otra manera.
Debo decir, en primer lugar, que me siento apenado
por el tono con el que se debate esta delicada cuestión. Salvo
algunas excepciones, que debemos resaltar, reconocer e imitar, el
debate se ha llenado de chicanas, golpes bajos, señalamientos con el
dedo acusador y fundamentalismos. De un lado y del otro.
Tratándose un una ley que impacta tan concretamente
en la realidad más sensible de la vida de las personas y de las
familias, que aborda una situación tan dolorosa para las mujeres y,
en menor medida, también para los hombres de nuestra nación,
entiendo que debimos haber extremado los cuidados y medido las
circunstancias para garantizar mayor unidad de nuestro pueblo o, al
menos, para no profundizar su fragmentación y poder así resolver
nuestro futuro sin imposiciones ni condicionamientos.
Lamentablemente, presos de estas nuevas tecnologías surgidas
de la no-cultura, que endiosan el número,
el guarismo o la estadística, elegimos el camino cómodo de definir
una realidad delicada, que cala profundamente en los sentimientos y
en los corazones, echando mano de la tramposa metodología de la
manipulación de estadísticas (no para ver la
realidad sino para acomodarla a los intereses que más convienen) o
tirando la pelota a la tribuna y dejando que decidan las encuestas.
En ese sentido, los argumentos y opiniones no estuvieron orientados a
solucionar el drama social que implica el aborto, sino en ganar
"adeptos" o escrachar "oponentes". Por eso nos
pusimos fríos y por eso nos ponemos violentos.
La persona humana, sin embargo, está hecha para ver
la realidad con los ojos del corazón, que llaman a un esfuerzo por
comprender la creación (el mundo, la naturaleza y las personas) como
una unidad. Una unidad con sentido. No existe en esa mirada la
tentación racionalista de fragmentar, disecar, dividir y después
intentar acomodar todo lo que nos sirve de un lado, descartando lo
que nos incomoda en el otro. Esa fantasía del hombre que se cree
dominador de todo sólo se puede cumplir en el mundo de los números
y su máximo exponente, el dinero.
Cuando en cambio hacemos el esfuerzo contracultural
de ver la realidad con el corazón, lo que preside las decisiones es
el amor. El amor que todo lo puede. El amor que no se resigna. El
amor que está enloquecido por abrazar todos los dramas y dolores
para trocarlos en vida y fecundidad. Nunca el amor, aun en
las peores circunstancias, sacrifica la potencia inconmensurable de
una vida. Y eso es porque el amor no tiene tiempo, no ve la vida como
una foto. No la calcula en días ni semanas ni meses. La concibe como
un precioso instante de eternidad, que tiene detrás otras vidas,
otras historias y que tiene por delante una inmensidad cuyo efecto en
otras personas, en el mundo todo, es de una dimensión que nadie
puede conocer ni animarse a limitar sin alterar el devenir al que esa
vida estaba llamada. Nadie sabe hasta dónde puede alcanzar el
misterio de una vida, ni el fruto que puede dar, ni el don que puede
aportar. Esa es la mirada del amor: integradora de
diferencias, gratuita y, por tanto, jamás alcanzada por cálculo
alguno de conveniencias.
Es por eso que, hace escasos días, como iniciativa
instintiva, casi azarosa, pero explicada desde principios muy
arraigados en nuestra doctrina peronista, desde la pasión por la
construcción de comunidad y el amor a un pueblo que está siempre
dispuesto a protagonizar la historia desde la cultura del encuentro,
un grupo de compañeros de distintas y variadas vertientes del
peronismo decidimos no resignarnos a que todo siga transcurriendo sin
nuestro aporte y sin nuestra humilde mirada de justicialistas.
Logramos consolidar, no sin esfuerzo, no sin encontronazos, no sin la
humildad de resignar nuestras particularidades en función de
encontrar puntos en común, un documento que aporta una mirada
justicialista sobre la cuestión. Sin identidades
sectoriales, sin aprovechamientos ni pretensiones de participar de
ninguna de las disputas internas de nuestro movimiento, fuimos
humildemente a ofrecer el documento a la adhesión de cualquiera que,
sintiéndose peronista, coincida con el documento. Peronistas por la
Vida es sólo eso. Una iniciativa, un documento, un aporte
más. Una mirada peronista sobre una realidad que afecta a nuestro
pueblo. No la esquivamos. Sabíamos que íbamos a marcar una
diferencia con muchos otros compañeros a los que algunos queremos y
respetamos mucho. Pero lo que primó fue la honestidad de nuestro
sentimiento. Sí, nuestro sentimiento como peronistas.
Estamos convencidos de que nuestra doctrina
nace, vive y se proyecta en el corazón de la cultura nacional.
Sabemos y así lo hemos expresado, con las limitaciones, errores,
defectos o excesos propios de nuestra naturaleza, que el peronismo no
debe ni puede dejar de soñar en una sociedad en la cual todos y cada
uno puedan desarrollar su potencialidad, construyendo su destino e
impulsando el crecimiento de orgánicas populares que garanticen la
justicia social. Creemos en la persona, creemos en la familia,
creemos en que el pueblo busca organizarse para ser, para existir.
Defendemos la lucha de las mujeres que sostienen viva esa cultura y
esa orgánica que se vive en los barrios, en los clubes y en los
hogares argentinos. Mujeres que transmiten su voz (que a veces tiene
que ser grito) en la política, en los sindicatos, en el mundo del
trabajo. Todo esa vida en comunidad, en medio de enormes dificultades
por las que hoy deben atravesar sobre todo los sectores más
postergados, sólo puede ser defendida con más vida y con más
comunidad.
Tenemos la enorme tarea de reconstruir una
democracia que proteja la vida y la dignidad de las niñas,
adolescentes y mujeres; que ponga al Estado al servicio de los más
desprotegidos —entre los que primordialmente ubicamos a los niños
por nacer—; un Estado que luche contra la violencia familiar y de
género y sea verdadero desarticulador de las estructuras de
injusticia social. Eso es lo verdaderamente urgente. Es ahora. Pero
también sabemos que nuestro pueblo tuvo que dar esa lucha en
el pasado, buscando siempre su camino de liberación frente a los
distintos y variados modos de colonialismo cultural.
Seguramente también tendremos que seguir dando esas luchas en el
futuro. Pero para eso necesitamos de todos y todas las argentinas. No
podemos creer ni aceptar que la bandera de esa lucha contra la
injusticia social sean soluciones que importen el descarte o la
explotación de la persona.
Mariano Pinedo (Diputado de la Pcia. de Bs. As.
por Unidad Ciudadana)
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