Aborto legal y Derechos Humanos:
hacia una mirada integral desde la
dignidad humana
por Ezequiel Volpe
El
debate por la
legalización
del aborto ha tomado
nuevamente la primera plana de la discusión política en la Argentina. A pesar de aparecer
como un tópico alejado de
las principales
preocupaciones de nuestro pueblo
en los
estudios
de opinión pública, ha sido impuesto en la
agenda como una urgencia que no
puede ser soslayada,
e incluso ha sido
presentado como una “deuda
de la democracia”.
Sin
embargo, el
debate por la legalización
del aborto es crucial
para quienes defendemos una
visión integral de los Derechos Humanos a partir
de la dignidad
consustancial a toda
persona humana.
Lejos de concepciones reduccionistas como las que
ha propuesto el liberalismo
a partir del
constitucionalismo clásico de fines del Siglo XVIII y principios
del Siglo XIX,
creemos en una perspectiva de los Derechos
Humanos basada
en la
comunidad, en una
visión armónica de la persona consigo misma, con las demás
personas y con su entorno.
Creemos que la legalización
del aborto aparece como regresiva
desde el punto de vista
de los Derechos Humanos. Lejos de fundar
la dignidad
de cada persona humana en
lazos indisolubles
de solidaridad y fraternidad con los demás, se busca fundarla
en un recorte
egoísta y atomizado de la existencia. Se
escinden las
decisiones individuales
de toda dimensión trascendente, de toda
alteridad.
Se rompe el principio fundamental de la
comunidad: “yo soy si tú también eres”, en palabras
de Desmond Tutu.
La
primera generación de
Derechos Humanos, los conocidos como “civiles y políticos”,
partía de una postura mecanicista. A semejanza de los
estudios físicos en
auge en la época, el ser humano se
constituía
en “individuo” en forma análoga al átomo, es decir, aquello que ya no puede
ser dividido. De
esta
forma, se separa al individuo por el análisis científico
de todo
orden social preexistente
y de todo lazo fraterno.
El
primer fundamento
de los derechos del hombre se liga al concepto de “ciudadano” en la
Revolución Francesa;
al decir de Leopoldo Marechal,
“el Hombrecito
Económico resolvió conceder a sus
vasallos todos los
derechos de la “persona”
(que al fin y al cabo
no le
costaban ni
un céntimo) y reservar para sí mismo el acceso
y posesión incontrolados
de la
riqueza
material y de sus
símbolos.”
Pero a esta concepción atomizada y mutilante de los Derechos Humanos (que
no puede ser entendida fuera del ascenso de
la burguesía al poder) se siguió una nueva dimensión,
esta vez la social. Se comienzan a cuestionar al hombre burgués
sus “libertades
útiles
para enriquecerse a sí mismo contra la salud
del
organismo social a que pertenece”, en palabras del poeta argentino. Así surgen en el Siglo XX los que se conocen como Derechos Humanos de segunda generación, los “derechos económicos, sociales y culturales”
(DESC). A estos se sumarán luego, a fines del Siglo XX,
los
derechos
ambientales,
entre otros conocidos como “de tercera generación”.
De esta forma, las luchas populares comienzan a dotar a la
mujer y al
hombre de una
mayor conciencia
sobre
la dimensión
comunitaria, social e
incluso
ecológica de
la dignidad. Los derechos de cada
persona ya no se pueden entender de forma individual, prescindiendo de la
radicalidad de la otredad
que irrumpe en la vida
del ser humano concreto
que habita un entorno.
Esto no importa, de ninguna
manera, desconocer
la insondable
importancia de
los derechos civiles y
políticos
en nuestro sistema jurídico, sino
que importa comprender
que estos no pueden realizarse efectivamente si no es desde una perspectiva social e integradora, que trascienda
al hombre “eunuco espiritual” del
liberalismo económico.
Es de esta manera que comenzamos a arribar a una
concepción integral
de la dignidad
humana como fundamento
de los Derechos Humanos, consenso
elemental
de nuestra convivencia
democrática tras
los
crímenes de la Segunda Guerra Mundial.
En términos del profesor
González Saborido, los Derechos
Humanos son “la
juridificación
de la dignidad
humana”.
En
la misma
línea, dirá Ratzinger en
su diálogo con Habermas que estos derechos fundamentales son lo que queda en pie del derecho
natural. Estos “no son comprensibles
si no se acepta previamente que el
hombre por
sí mismo, simplemente por
su pertenencia
a la especie humana, es sujeto de derechos, y su existencia misma es portadora de
valores y normas, que pueden
encontrarse,
pero no inventarse”. Así, aparecen como el puente fundamental entre la tradición religiosa monoteísta y la
sociedad secular moderna.
Nuestra Constitución Nacional, a partir
de la reforma
de 1994, agrega a su redacción original de
1853/60 una concepción integral
de los Derechos Humanos, superadora del reduccionismo antropológico
liberal.
Esta cosmovisión, de cualquier manera, estaba
mucho más desarrollada en la Constitución de 1949, derogada
por decreto.
Sin embargo, nuestra norma magna vigente otorga jerarquía constitucional en su artículo
75 inciso
22 a
los tratados internacionales de Derechos Humanos, dentro de los
cuales encontramos el
Pacto Internacional de Derechos Económicos,
Sociales
y Culturales (PIDESC).
Asimismo, incorpora en el mismo artículo
e inciso dentro de
ellos la Convención
de Derechos del
Niño “en las
condiciones de su vigencia”, declarando el Congreso Nacional que la República Argentina “entiende por niño (a)
todo
ser humano desde el momento
de su concepción y hasta los 18 años de edad.”
Además
de reconocer el derecho a un
ambiente sano y equilibrado en su artículo
41, en el artículo
75 inciso 23 la Constitución profundiza
esta
concepción integral y
armónica de la dignidad humana
al mandar al Congreso el
dictado
de “un régimen
de seguridad social
especial e integral en protección del
niño en situación
de desamparo, desde el embarazo hasta la finalización del
período
de enseñanza
elemental, y de la madre
durante el embarazo y el
tiempo
de lactancia.”
Como podemos
ver, nuestra Constitución no concibe
los Derechos Humanos en términos
disyuntivos, sino partiendo
de la dignidad
de cada mujer y cada hombre que solo
puede
realizarse en
una comunidad que también se realiza, desde una visión fraterna y
solidaria con los
semejantes y con el medioambiente, en sintonía con
la
propuesta del Papa Francisco en sus
encíclicas Laudato Si y Fratelli Tutti.
El
ser humano
no es un simple individuo aislado, el hombre no
es
el lobo del
hombre, sino
que
hablamos de una persona humana
protegida en todas las etapas
del desarrollo por su dignidad
inalienable
que
solo puede fundarse en la
dignidad
también inviolable de sus semejantes.
Por eso, creemos firmemente que la legalización del
aborto constituiría una medida regresiva en materia de Derechos Humanos. Plantear como
política
pública la
elección entre una vida humana y otra en términos disyuntivos implica
retrotraernos a una concepción mutilante del ser humano imperante dos siglos
atrás, ya dejada
de lado en la evolución
del
pensamiento jurídico y filosófico, aunque tristemente arraigada
en algunos sectores políticos.
En un país inclusivo donde
haya
lugar para todos, nadie
puede quedarse sin derechos.
Ningún niño/a
puede
quedarse sin nacer, ninguna mujer puede quedar desamparada
ni obtener por respuesta del Estado la criminalización y el abandono.
Bastará con que una sola
mujer o
un solo hombre
sea descartado o vulnerado para que el valor supremo de la
dignidad fundante de
los
Derechos Humanos esté en riesgo para
siempre en nuestra Patria y en
nuestro mundo.
*El
autor es abogado e investigador
de la Facultad de Ciencias Jurídicas
en la Universidad
del Salvador y miembro
de “Nacionales
y Populares por la Vida”.